














Con todo listo y dispuesto, el cuarto día de travesía nos embarcamos con rumbo al fiordo Jorge Montt. Alrededor de las 13:00 hrs. el trimaran “La Clorinda” nos dejaba en un desolado roquerío donde esperaba por nosotros el bote de madera (con complejo de rompehielos) de Claudio Landero, un gran personaje que se crío en estas latitudes. Navegando entre los icebergs finalmente accedimos a una playa muy cerca del glaciar.
Despertamos con un día bastante ameno y comenzamos a levantar el campamento. A medio día dejamos el lugar dirigiendo nuestros pasos a Caleta Tortel. Abandonamos el fiordo, cambiamos de embarcación y en un par de horas estábamos de regreso en la “civilización”. Ducha, comida, descanso y a dormir, todo mientras la lluvia se desataba con fuerza refrescando los estoicos bosques y canales australes.
El último día de travesía consistió en el traslado Tortel-Coyhaique vía Carretera Austral. Serian 9 horas de un viaje que lejos de agotarnos nos inyecto aun mas energías gracias a las enormes dosis de paisajes que ofrece este rincón de la Patagonia. En definitiva, una excelente experiencia que más haya de permitirme disfrutar de prístinos escenarios, me dio la opción de conocer excelente personas.
El último tramo antes de alcanzar un buen lugar para levantar nuestro campamento fue de ramplas de nieve aceptable, lo que sumado al bello panorama de montañas que se ha abría ante nuestros ojos se transformo en un aliciente y una motivación extra. A eso de las 17:30 nos detuvimos sobre una repisa que se convertiría en nuestro hogar.
Luego de realizar las labores propias de un campamento invernal (palear, asegurar la carpa, hacer agua, cocinar, etc.) había llegado la hora de descansar. Este hermoso rincón de la Patagonia nos regalaba un atardecer de “aquellos”, sin viento ni nubes en el horizonte, una recompensa invaluable para dos intrusos que disfrutaban de un lugar posiblemente, nada o muy poco explorado.
Iniciamos la marcha a las 07:00. Algo de viento, frío y cielos despejados, un lujo. Remontamos una ladera nevada y en pocos minutos tuvimos frente a nuestros ojos un sistema montañoso donde destacaban diversas cumbres. Decidimos ir por la que intuíamos era la más alta, y desde donde sabíamos, la vista podría ser impagable. Entre subidas, bajadas y “raqueteos” varios nos fuimos acercando.
Nos movimos rápidos y constantes, animados, cada uno comulgando con su mundo interior. “Patagonia, donde el buen clima es tan preciado y raro como el agua en el desierto. Con rápidos cambios de clima y vientos que muchas veces superan lo aguantable, allí no se sabe si la práctica del andinismo es una gran estupidez o un acto supremo de pasión”.
En poco menos de tres horas alcanzamos la hermosa meseta cumbrera. En una mañana privilegiada nos instalamos en la desconocida cima que cumplía nuestras expectativas con creces. Bajo un intenso cielo azul los andes australes se mostraban en toda su expresión, al tiempo que nuestra vista se perdía en la inmensidad casi angustiante que ofrecen estas latitudes.
Una vez más comprobábamos que es allá arriba donde nuestra existencia se funde con el privilegiado acto de vivir. Bajo esa premisa nos retiramos, dejando nuestras frágiles huellas como único testimonio de lo que eventualmente es un 1er ascenso absoluto. Paisajes estimulantes y poco explorados, ¿que más se puede pedir en fiestas patrias?
Recién a eso de las 09:45 abandonamos el vehículo e iniciamos la aproximación por el clásico bosque patagónico. Progresamos sobre nieve en regular estado pero con raquetas, por lo que el avance resultó ser bastante esperanzador. Sudamos la gota gorda, esta claro, pero impusimos un buen ritmo, constante y casi sin detenciones.
En tan solo 2 horas alcanzamos en límite de la vegetación, instante que nos regaló un espectáculo maravilloso con nuestro objetivo dominando la escena. Vestido de blanco, el cerro nos hipnotizó automáticamente, obligándonos a dirigir nuestros pasos ansiosos hasta lo más íntimo de sus heladas entrañas y torres de cristal.
Eran las 13:20 hrs. cuando comenzamos la escalada del canalón más evidente que recorre la cara oeste de la montaña. Nieve regular y pendiente moderada con algunos pasos y resaltes inclinados nos mantuvieron concentrados, todo mientras visualizábamos la mejor alternativa para abordar la torre final que nos vigilaba desde lo alto.
Con canalones cada vez más inclinados sobre nieve muy inestable nos fuimos acercando hasta la base de la cumbre, siempre desencordados, siempre disfrutando al máximo de un particular día invernal. A esas alturas la nula opción de proteger ya nos estaba dando pistas respecto de lo que podríamos encontrar más arriba, pero las cartas ya estaban sobre la mesa.
Serpetenando entre coliflores de hielo espumoso y canalones de nieve, finalmente alcanzamos la base de la torre cumbrera. Unos 30 o 40 mts. nos separaban de la cumbre, pero antes había que escalar una inhumana pared de nieve y costras de hielo donde ningún seguro (tornillo o estaca) se ganaría los porotos como corresponde. “Era la cumbre o la muerte”, optamos por la prudencia.
Aprovechando nuestras energías y las horas de luz que nos quedaban decidimos explorar otros canalones que llevasen a la torre (o al dedo) final, intención que logramos a medias debido a las malas condiciones del terreno que se contradecían drásticamente con el soberbio panorama alpino en el que nos encontrábamos.
La última inspección nos llevó a una especie de cueva que comunicaba con la cara norte de la montaña, ahí nos dimos un buen descanso, comimos, hidratamos y aprovechamos la ocasión para autorretratarnos como cordada en una de las buenas actividades de este año para nosotros en Patagonia.
Con el reloj apurando nuestros pasos, preparamos un hongo de nieve y rapeleamos hasta la seguridad del canalón principal. Después vendría el descenso hasta la entrada de la canaleta, lugar donde habiamos dejado nuestros bastones y raquetas para alivianar el peso en el ataque a cumbre.
Cuando el sol estaba en el ocaso emprendimos el descenso hasta el vehículo, no sin antes darnos unos breves minutos para disfrutar del “incendio celestial” que vivía la montaña, una fina obra maestra pintada en acuarela. Nos retiramos con el corazón lleno y agradecido. Volveremos.
Sin proponérmelo fui invitado nuevamente a participar en la categoría avanzado, un reto que asumí gustoso, aun sabiendo que los estragos que había dejado el resfrío y la falta de escalada no me harían muy competitivo. Fuimos 14 los contertulios que nos jugamos nuestra opción en la ruta, compartida con “honorables” tales como Felipe Gonzáles Donoso, Armando Moraga y Darío Arancibia.
Luego de pernoctar en solitario en el sector, el día siguiente fui a presenciar la competencia de las damas, actividad que resulto ser todo un espectáculo, siempre inmerso en un grato ambiente rebosante de sonrisas y camaradería. Una vez más vayan mis elogios para el Club Andino Patagónico, que está a la cabeza de este gran evento invernal.
De regreso a "La Bombacha"
Con sus 30 metros de hielo natural la cascada “La Bombacha” fue escenario de una nueva visita al sector. Esta vez nos trasladamos hasta el lugar KZ, Niko y quien escribe, todos con la intención de aprovechar el hielo que va quedando en este maravilloso paraje. Con la ilusión de puntear toda la ruta, KZ comenzó con la escalada.
Luego de soportar el frío y la caída de material (refrigeradores, radios y lavadoras de hielo) fue mi turno. El hielo lucia bastante aceptable y los tornillos ofrecían una aparente seguridad. Emplazamiento tras emplazamiento alcance la zona del tubo, donde la pendiente y la morfología del hielo cambiaba drásticamente, aquí me di cuenta que era imposible continuar punteando por la fragilidad que presentaba el milenario elemento.
La siguiente maniobra fue montar un “top” en lo alto de la cascada, reunión que armamos con estacas. Más tarde vino el rapel y las correspondientes escaladas que disfrutamos a “mango”. Recién cuando nuestras pantorrillas y antebrazos comenzaban a suplicar y el sol ya nos había abandonado, detuvimos nuestra frenética labor de pica hielos.
Es pleno invierno en Patagonia, un reino blanco que pronto dará paso a los encantos primaverales, posiblemente la época más noble de nuestras queridas montañas. Quiero terminar este relato con una inspiradora frase de Anatoli Boukreev. "Las montañas no son estadios donde satisfacer nuestra ambición deportiva, sino catedrales donde practicar nuestra religión".